Al calor de la victoria
de Syriza en las elecciones griegas de 25 de enero pasado o el auge
en las encuestas de Podemos en España, cabe preguntarse –y
preguntar-, por enésima vez, si es posible una revolución
socialista sin violencia. Si es posible avanzar hacia el socialismo
por la vía electoral burguesa. O lo que viene a ser lo mismo, si es
que cuando los comunistas afirmamos que tal cosa no sea posible, lo
decimos por una especie de pasión dinamitera que se habría
apoderado de nosotros y de la que nos resultaría imposible
librarnos.
Entre los comunistas de
todo tiempo ha sido y es recurso frecuente acudir al argumento de
autoridad: que si la partera de la nueva sociedad de que anda grávida
la nueva, que si la inexcusable necesidad de educar a las masas en la
idea de la revolución violenta, que si Engels en su Anti-Dühring...
A lo que los viejos –tan viejos como la traición- vendedores de
crecepelo político de toda laya y época –los de ahora con coleta
y sin corbata- responden con el terrible adagio castellano que reza
que “más vale un burro vivo –es decir, ellos- que un filósofo
muerto –es decir, Marx, Engels o Lenin”.
Así que nosotros no
vamos a recurrir al argumento de autoridad, aunque dejando claro que
tampoco vamos a ponernos a bailar al son de los rebuznos, por muy
profesorales que vengan entonados.
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La política reformista,
la que plantea de buena fe la pacífica evolución hacia el
socialismo, sería merecedora de recibir el más entusiasta apoyo de
los comunistas si las clases sociales no existieran, si en caso de
existir, no tuvieran intereses particulares y opuestos, y aun en el
caso de tenerlos, si no estuvieran dispuestas a defenderlos, incluso
violentamente. El único criterio que nos puede permitir determinar
–¡con certera razón y no sólo con buena fe!- si esas condiciones
son, o no, producto de la imaginación de los comunistas es el
análisis del devenir histórico.
Y el hecho es que, por de
pronto, ese análisis demuestra dos cosas: que la política
reformista no sólo ofrece, por mucho que lo disimule, un programa
político con una orientación de clase específica, sino que ella
misma –la política reformista- es producto también de un momento
histórico determinado, de una concreta relación de fuerzas entre
clases. Y ese momento, esa relación de clases, se caracteriza por la
grave crisis general de la burguesía dominante y, paralelamente, la
transitoria incapacidad de la clase obrera y del resto de clases
populares para ocupar su lugar.
De esa especie de apnea
histórica es, precisamente, de donde surge el programa político de
la política reformista, última oportunidad, en apariencia, de que
la sociedad en su conjunto recobre el aliento perdido.
Es rasgo típico del
programa reformista –en el mejor de los casos- que la posibilidad
de aplicación efectiva de sus aspectos más socializantes y
avanzados se haga descansar en la debilidad, sobrevalorada, de la
gran burguesía, y no en los vigorosos brazos de la clase trabajadora
organizada. Y es lógico que así sea, pues la clase obrera está
excluida a priori de la elaboración de dicho programa. Y no sólo
por su propia debilidad orgánica transitoria, sino porque, sobre
todo, ese programa está concebido como una supuesta tabla de
salvación de la sociedad toda, al margen de los intereses
radicalmente opuestos de cada clase. Ese programa es reflejo,
esencialmente, de las ilusiones políticas de la pequeña burguesía,
ilusiones en que se amalgaman el orden social burgués en su versión
más prosaica e idílica –la del tendero hecho a sí mismo- y una
ética socializante que nace de un sentido vago de la igualdad
humana.
Se podría decir que el
éxito puntual, electoral, de la política reformista reside
en plantear medidas de tipo socialista, pero al margen de la clase
que tiene en el socialismo, precisamente, su programa, lo cual no
obsta, como es lógico, para que al carro del supuesto “cambio”
se suban todo tipo de aventureros de la clase dominante.
En esas condiciones, es
decir, al haber prescindido de toda la capacidad creativa y
destructiva de la clase trabajadora organizada y una vez disipada en
el poder la niebla de los intereses nacionales y de la sociedad en su
conjunto, ¿qué margen de maniobra queda al reformismo político
para adoptar medidas que chocarán frontalmente con los intereses de
la clase burguesa dominante? ¿Con qué fuerza de choque contará el
reformismo para defender su vía pacífica al socialismo? ¿Cómo
hará frente a la reacción, a su ejército, a su policía o a las
bandas fascistas que, sin duda, organizará?
Aquí la experiencia
histórica es varia: desde el grandioso levantamiento revolucionario
de la clase obrera y campesina española, que arrancó al gobierno
pequeño burgués en el poder las armas para enfrentarse al golpe
fascista del 18 de julio del 36, hasta los típicos gobiernos
socialdemócratas europeos posteriores a la I Guerra Mundial, tanto o
más reaccionarios que la reacción misma.
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Supuestas las buenas
intenciones y tras el episodio histórico de Salvador Allende, el
único expediente de los “cataplasmeros”, como los llamaba Blasco
Ibáñez, es siempre el del programa político mínimo y el programa
moral máximo. Y eso es, con toda probabilidad, lo que veremos en
Grecia y en España, si se llega a dar el caso. Porque no asistiremos
a su salida de la OTAN –como hizo De Gaulle, en Francia-, ni a la
nacionalización de su banca –como hizo Mitterand, también en
Francia-, ni a la proclamación de la república burguesa, ni a la
autodeterminación de las nacionalidades históricas. Ni siquiera de
estas medidas, llevadas a cabo por gobierno burgueses en otros
momentos históricos, serán capaces Syriza o Podemos, por la
sencilla razón de que carecen de fuerza para ello.
Eso sí, en su lugar,
veremos mucho maquillaje político, mucha caridad laica, mucho
animalismo, mucha ONG, mucho feminismo, mucha PYME…
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Si por una especie de
lotería histórica el KKE se viera mañana con el poder en las
manos, ¿no estaría en la misma situación de hecho que Syriza? ¿No
se le escurriría entre los dedos un poder que no está en
condiciones de defender porque, como ocurre con tantos y tantos
partidos llamados comunistas, ha renunciado a la acción
político-militar? ¿No hay una gigantesca contradicción entre jugar
a la democracia, como Syriza, y exigirle que adopte medidas
revolucionarias que tampoco podría defender el KKE en el seguro
contraataque de la burguesía?
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